domingo, 10 de abril de 2011

ECONOMÍA DE LA DICHA V



EL RETORNO NECESARIO



Nada nos dice Spinoza sobre el proceso de morir, pero eso no nos impide interpretarlo desde su visión o perspectiva.

En el proceso de morir sucede algo muy particular, cualquiera sea el estado de nuestra mente, mente afección o pasión del primer género, mente relación o razonamiento del segundo género o mente esencia o beatitud del tercer género, la esencia, aquí entendida verdaderamente como “alma”, se hace presente a la mente y al cuerpo que se desafectan y desvanecen.

No se hace presente como algo distinto de aquello que se ausenta, no es la estela abstracta de lo que ya no es, se hace presente como la imposibilidad misma de su ausencia, “Cada idea de una cosa singular existente en acto (o sea, finita), implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios.”(Ética II, proposición 45).

Como afirma Pierre Macherey en “Hegel o Spinoza”, “La Teleología”, página 257, “La eternidad en Spinoza es esencialmente causal”, infinitamente causal, no se ausenta nunca y es precisamente la presencia que se expresa en toda finitud. “La eternidad spinociana no es un género particular de la duración, no es una duración prolongada más allá de todo límite asignable.” La eternidad en Spinoza es causa inmanente de la finitud y persevera en ella misma. La finitud o duración es un efecto de la eternidad y no su defecto.

La mente afección/pasión del primer género de la existencia, no puede concebir idea adecuada alguna sobre la desafección/apatía de sí misma y del cuerpo del que es idea. Esta mente desaparece absolutamente en el proceso de morir y la aparición de su esencia, es decir, su propia “alma”, le resultará inconcebible, como le resultó en vida.

La mente relación/razonamiento del segundo género de la existencia, capaz de ideas adecuadas, se esforzará cuanto le sea posible por concebir, es decir, recibir de sí misma una idea adecuada de la última afección que padece su cuerpo. Pero esta mente no expresa otra cosa que la “infinita mente” de toda la humanidad en todos los tiempos y es muy probable que no encuentre allí, en el entendimiento infinito en acto, ninguna idea adecuada que exprese aquello que está aconteciendo, sencillamente porque la humanidad toda no ha pensado adecuadamente su propia muerte, salvo honradas e ignotas excepciones. Se dirimirá entonces en la fe, como creyente o ateo, dos caras de la misma cosa o como agnóstico en la incertidumbre de la duda.

Sólo la mente/esencia del tercer género, ha recibido (concebido) en vida la idea de su propia esencia (alma) y sólo esta mente comprende adecuadamente aquello que le acontece a sí misma y a su cuerpo. Es capaz entonces de contemplarlo todo con absoluto desapego, sin pasión ni padecimiento, sin razonamiento alguno, desde un tercer lugar que está a salvo de la muerte misma porque es eterno y es pura “intuición”.

“Intuición” significa; “imagen, mirada” (C.P. Diccionario Crítico Etimológico), no es la “mirada” particular de la “especie”, del “specere”, que en la muerte se deshace y funde con todas las especies o miradas, es la “mirada” del común absoluto que se hace presente como “imagen”, que siempre estuvo allí de modo innato y que ahora sólo parece aparecer.

“…el alma (aquí si como esencia) ha tenido eternamente esas perfecciones que hemos supuesto ficticiamente se añadían ahora a ella…” (Ética V, proposición 33, Escolio).

El espíritu conoce eternamente aquello que suponemos le acontece.

La idea de la propia esencia (alma) nos conduce a concebir (recibir) la idea de la esencia de todo lo que es y obra en la naturaleza toda, en una compasión dichosa, una fusión común en la dicha frente a la imagen o intuición de la dicha absoluta.

Guille Deleuze se pregunta en “Spinoza y el problema de la expresión” (“Teoría del modo finito”, “Beatitud”, página 313.) ¿De qué sirve la vida entonces, si de todos modos nos encontraremos con nuestra propia esencia dichosa, cualquiera sea el estado de nuestra mente?

Para responder esta pregunta debemos hacer un esfuerzo del entendimiento, sigamos el razonamiento de Spinoza y llevémoslo a sus propios límites.

A la naturaleza de la Sustancia le pertenece existir (Ética I, proposición VII), ella no elige si existe o no existe, no hay contingencia en la Sustancia, ella está determinada a existir por su propia naturaleza. Como dice Pierre Macherey (“Hegel o Spinoza”, “La determinación”, página 182) “Dios no está menos determinado a actuar que las cosas que dependen de él: se podría decir incluso que lo está más en la medida que reúne en él todas las perfecciones.”

En la Sustancia, esencia y existencia son una y la misma cosa, la existencia de la Sustancia está determinada por su esencia (Ética I, definición I, “Causa de sí”.) y su esencia no es otra cosa que las infinitas esencias expresadas en la existencia misma en acto de sus infinitos Atributos. De tal suerte que las esencias existentes son la expresión de la esencia infinita de Dios, o sea, aquello que necesariamente existe. “Las cosas no han podido ser producidas por Dios de ningún otro modo ni en ningún otro orden, que como han sido producidas.” (Ética I, proposición 33).

El desmesurado rulo de las esencias y las existencias se cierra sobre sí mismo, es la serpiente que se muerde la cola o el signo del infinito.



Las esencias existentes determinarán toda futura existencia, en tanto regresarán a la esencia infinita de la Sustancia a la que le pertenece existir, pero además y fundamentalmente, porque sus existencias han sido causa de todo lo que existe.

A cada minuto, a cada instante, expresamos Dios, Sustancia infinita o Naturaleza Naturalizante en la existencia, nada acontecerá que no esté ya mismo aconteciendo, el futuro es exactamente hoy, aquí y ahora.

Aquello que los seres humanos no asumimos, por la complejidad de la tarea o por la facilidad de su delegación, es que somos Dios en la existencia, como es Dios todo lo que existe en la naturaleza toda. No hay tal cosa llamada “Dios”, fuera de tal cosa llamada “Naturaleza”. “Deus sive Natura”, es decir, Dios o sea la Naturaleza.

Cada esencia que pasa a la existencia lleva en sí misma la esencia de Dios y de su expresión depende la expresión de Dios mismo en la existencia. Si a la naturaleza de la Sustancia le pertenece existir, no hay existencia fuera de la Sustancia, ni Sustancia fuera de la existencia. Dios no está en otro sitio fuera de la expresión de sus modos o modificaciones existentes.

Si toda esencia individual proviene de la esencia infinita de la Sustancia y a ella regresa, en tanto es eterna, y si a la naturaleza de la Sustancia le pertenece existir, toda esencia que regresa a la Sustancia, regresa a la existencia. Habría en los límites del pensamiento de Spinoza una teoría del necesario y eterno retorno.

Toda esencia existente en acto regresa a la esencia infinita de la Sustancia, a la que le pertenece existir y que es su causa. Regresa efectuada por una existencia, duración, realidad o perfección determinada, pero la esencia infinita de la Sustancia no se expresa a sí misma, sino en las infinitas esencias existentes en acto. Todo aquello que regresa a Dios, a la Sustancia infinita a la que le pertenece existir, regresa a la existencia.

Dios no se expresa a sí mismo, su reflexión es la existencia misma, su entendimiento infinito es su obrar infinito, su absoluta simpleza compone toda complejidad existente y su entendimiento infinito absoluto se expresa en todo entendimiento, finito o infinito en acto. Dios no es un sujeto, no se piensa a sí mismo, “el pensamiento en Dios no es autoconsciente” (Vidal Peña, nota al pie n° 18, “Ética” y “El materialismo en Spinoza”), su esencia es pura expresión existencial en tanto a su naturaleza le pertenece existir, pura Naturaleza Naturalizante en Naturaleza Naturalizada.

Nada nos dice Dios que no estemos diciendo aquí y ahora, nada obra Dios que no estemos obrando aquí y ahora, nada piensa Dios que no estemos pensando aquí y ahora. El Dios de Spinoza hace indelegable y urgente la tarea de comprender y obrar adecuadamente, es decir, con una mente adecuada.

Dios es esencia infinita, infinita satisfacción inmutable o impasibilidad, infinita dicha que nos es dada en nuestra esencia dichosa, potencia de existir, naturaleza, conato o deseo. Podemos ignorarla a lo largo de toda nuestra duración, existencia o realidad, podemos contradecir nuestra esencia dichosa al límite de la desdicha absoluta y agotar su potencia de existir hasta la muerte misma. Nada de todo esto conmueve a Dios en su impasibilidad que continuará haciendo con aquello que hay, aquí y ahora, lo más perfecto.

Dios es un absoluto, no tiene origen ni tiene oriente, no tiene principio ni finalidad. Su naturaleza es existir y de eso se ocupa una e infinitas veces, impasiblemente. Cada uno de nosotros apenas somos Su expresión, modos de la Sustancia infinita, pruebas de su extensión y pensamiento absolutos, de su naturaleza a la que le pertenece existir.

Que Dios exista aquí en la existencia, así como existe en el infinito orden de las esencias, no es Su tarea sino la nuestra o, mejor dicho, Su tarea se cumple inmanentemente a través de nosotros mismos, sus modos o modificaciones.

Expresar la propia esencia dichosa, es expresar Dios en la existencia, promover los encuentros dichosos es promover Dios en la existencia, perseverar en la dicha es perseverar en Dios y hacer que Dios persevere. Comprender su esencia dichosa es comprender la verdad de la dicha esencial de todo lo que es y obra en la naturaleza toda.

Cuando las mentes humanas acceden al conocimiento de su propia esencia dichosa, acceden al conocimiento de Dios, el entendimiento finito en acto rosa el entendimiento infinito absoluto, el padecimiento se hace impasibilidad y la ignorancia se deshace en sabiduría y beatitud. No hay diferencia alguna entre el conocimiento científico, filosófico o artístico, cuando es verdadero, y las ideas en Dios, no hay diferencia entre la creación científica, filosófica o artística y la creación en Dios, es entendimiento infinito en acto que avanza sobre el entendimiento infinito absoluto.

La distancia que existe entre el entendimiento infinito en acto, la infinita mente de la humanidad toda en todos los tiempos y su límite absoluto o frontera de su expansión, el entendimiento infinito absoluto o conjunto infinito absoluto de las ideas en Dios, es la exacta medida que media entre el padecimiento existencial y la impasibilidad absoluta o Beatitud.

Pero cada ser humano es apenas una parte de la infinita multitud y su entendimiento finito en acto es apenas una parte del entendimiento infinito en acto, la infinita mente de la humanidad toda en todos los tiempos. La tarea no finaliza con la comprensión de la propia esencia, de la esencia de lo que es y obra en la naturaleza toda y de la esencia de la Sustancia, sino que allí apenas comienza. La tarea humana es esencialmente política, debe expandirse a la multitud desde cada individuo, debe alcanzar su cometido común.

Cuando leemos a Spinoza y tratamos de comprenderlo con todo el esfuerzo de nuestro entendimiento, somos Spinoza, somos una porción del entendimiento infinito en acto llamada “Spinoza”, su reencarnación, su actualización aquí y ahora. ¿Quién puede decir, mientras comprende a Spinoza, que Spinoza ha muerto? Las ideas adecuadas, que son en la mente humana tal cual son en Dios, son eternas. Puede que su existencia sea limitada, que perseveren silenciosas al límite de su extinción, que su expresión trate de ser llevada a la inexpresividad misma por los profetas de la ignorancia. Nada de eso debe preocuparnos, en tanto ideas verdaderas, sub especie eternidad, regresarán a la existencia, una y mil veces, impasiblemente, como impasible es la naturaleza de la Sustancia a la que le pertenece existir.

Guille Deleuze se responde a sí mismo: “De hecho, según Spinoza, nuestro poder de ser afectados no será colmado (después de la muerte) por afecciones activas del tercer género si no hemos logrado durante la existencia misma experimentar proporcionalmente un máximo de afecciones activas del segundo y tercer género (ideas adecuadas de las causas e ideas de las esencias)”.

¿Qué es ese poder de ser afectados después de la muerte?, no puede referirse al cuerpo, ni a la mente como idea de las afecciones del cuerpo existente en acto, ni a las ideas de esas ideas, porque nada de todo eso ahora existe.

Si la mayor parte de nosotros mismos, de nuestra mente, está constituida por ideas afección de nuestro propio cuerpo e ideas de esas ideas, ni siquiera llegaremos a experimentar la infinita satisfacción inmutable o impasibilidad de la “intuición”, la mirada de la imagen o la imagen de la mirada, del entendimiento infinito absoluto ahora en acto. Así como la dicha esencial, la idea de nuestra propia esencia dichosa, pasó totalmente inadvertida en la existencia, no habrá aquí mente en el modo eternidad capaz de ser afectada, de concebir (recibir) idea alguna de la esencia. Casi nada comprendimos en vida, sujetos a las pasiones y el padecimiento, y nada queda de nosotros mismos más allá de nuestra propia esencia dichosa, innata e ignorada. “Dejaremos de ser ni bien dejemos de padecer” (Ética V, proposición 42, escolio.) y nuestra esencia innata e ignota regresará a la esencia infinita de la sustancia a la que le pertenece existir.

Todo lo que hayamos comprendido en el segundo género del conocimiento, todas las ideas adecuadas que hayamos podido alcanzar y que son en nosotros como son el Dios, perseverarán en el entendimiento universal, la infinita mente de la humanidad toda en todos los tiempos o entendimiento infinito en acto, como expresión mediata del entendimiento infinito de la Sustancia o atributo pensamiento, al que le pertenece existir. Ideas sub especie eternidad que expresan el conocimiento adecuado de la humanidad toda en todos los tiempos y que estará disponible para generaciones futuras, tal cual estuvo disponible para nosotros mismos. “…en vano busca eternidad el alma arbitraria cuando la tiene asegurada en vidas ajenas…” (Jorge L. Borges, “Escritura en algún sepulcro”).

Todo lo que hayamos comprendido en el tercer género del conocimiento nos brindará la infinita satisfacción inmutable o impasibilidad de un tránsito dichoso, tanto en la existencia como después de ella.

El tercer género del conocimiento o modo de la existencia en las esencias, es decir, las esencias mismas tal cual son y obran, se hacen presentes en el momento de la muerte. Nada percibirán aquellos espíritus que sólo saben padecer, no hay en ellos ideas en el modo eternidad y no hay, por ende, mente eterna que pueda afectarse, transitarán la muerte con la misma ignorancia con la que transitaron la vida. Su esencia innata e ignorada regresará a la esencia infinita de la sustancia a la que le pertenece existir.

El asombro será la afección de aquellas mentes que transcurrieron su existencia en el segundo género del conocimiento, las ideas sub especie eternidad que son en ellos como son en Dios, configuran una mente susceptible de afección que experimentará el asombro de la manifestación o epifanía. Tanto para el creyente como para el ateo, la presencia de la propia esencia dichosa resulta una asombrosa revelación y para el agnóstico es el final de su duda argumental. Hay en estas mentes una especie de eternidad, la del conocimiento adecuado, que las hace susceptibles de afección y les permite reconocer la propia esencia, aunque sea por el asombro.

La impasibilidad será el afecto de las mentes que alcanzaron el tercer género del conocimiento y son en los hombres como son en Dios, no habrá asombro frente a la aparición de la propia esencia dichosa que han conocido y comprendido en vida. Estas mentes son en su mayor parte idénticas al entendimiento absoluto de la Sustancia y podrán perseverar en Él.

Nada acontece en la muerte distinto de lo que ha acontecido en vida. Si el miedo fue el motor de la existencia será igualmente el motor en el proceso de morir. Si la ignorancia del propio deseo, de la propia esencia y con ella la de todas las esencias, primó en la existencia, esa misma ignorancia prevalecerá en el proceso de morir y el surgimiento de la esencia será inconcebible.

Si hemos llegado a conocer, impasiblemente, nuestro propio deseo, con sus “virtudes” y sus “miserias”, nada nos atemorizará ni nos asombrará de lo que acontezca allí, en el proceso de morir. Asistiremos a él con absoluto desapego, permitiendo que progrese hasta donde deba progresar.

La vida sería una prueba, que nunca es moral, no implica ni premios ni castigos, sólo se trata de una prueba ética, una prueba de resistencia de materiales, resistencia en extensión y resistencia en intensidad, hasta alcanzar la cualidad de la propia esencia dichosa e impasible.

“El que tiene un cuerpo apto para muchas cosas, tiene un alma (mente) cuya mayor parte es eterna.” (Ética V, proposición 39).-



LA EXPERIENCIA DE LOS SUEÑOS



Los sueños, como ensayos cotidianos de la propia desafección corporal, son una clara manifestación de la expresión de nuestros propios deseos, nuestra propia esencia, en la existencia.

Dormir es desafectar, sin prisa pero sin pausa, la totalidad de nuestro cuerpo; es oscuridad en la que se apaga el sentido dominante de la vista, es silencio en el que el oído se aquieta, es embotamiento del sentido del tacto que desaparece en la cama mullida, el cuerpo se desvanece en una “nada” de la que es rescatado por cualquier abrupta afección. La desafección corporal implica ausencia de ideas en tanto afecciones del cuerpo existente en acto, la mente deja de pensar y se desafecta con el cuerpo del que es idea.

En ese estado en el que nuestro cuerpo físico y nuestra mente se han desvanecido, surge en determinado momento un cuerpo mental con un cúmulo de ideas, que no implican afección actual alguna, ni del cuerpo ni de la mente, sino más bien, afecciones o padecimiento pretéritos, sobre todo del día de la víspera.

Nuestra propia mente se enfrenta cada noche con sus propios deseos y allí, en los sueños, experimenta el enfrentamiento con su propia esencia dichosa. Se dramatiza entonces, alucinatoriamente, el encuentro entre nuestra dicha esencial y aquello que le impide expresarse adecuadamente en la existencia.

Se expresa aquí la “mente paradójica”, paradójicamente, que como toda paradoja “destruye al buen sentido como sentido único y destruye al sentido común como asignación de identidades fijas” (Guille Deleuze, “Lógica del sentido”, página 27). Surge entonces la “mente alucinatoria” que expresa paradójicamente a la propia esencia dichosa, el propio deseo, la naturaleza misma, tendencia, conato o potencia de existir.

Es el mundo de “Alicia en el país de la maravillas”, donde se hace posible aquello que sólo en la vigilia parece imposible. Es la potencia de la dicha esencial que se expresa sin ningún sentido común ni buen sentido.

El insomnio es la dificultad frente a ese proceso natural y cotidiano, tan indispensable por ser expresión de la esencia y las “pesadillas” o sueños terroríficos dramatizan la distancia que separa nuestro deseo esencial y dichoso de nuestra existencia real y cotidiana.

Las mentes rígidas, excesivamente apegadas al buen sentido y al sentido común, suelen padecer insomnio, porque no soportan las paradojas y el sueño es una paradoja. Las mentes que no acceden al conocimiento adecuado de su propio deseo, se enfrentan a él cotidianamente en los sueños y las pesadillas.

El deseo que es reprimido en la vigilia se expresa alucinatoriamente en los sueños, la esencia que no logra expresarse en la existencia misma, se expresa como aquello eternamente presente en la finitud misma.-









martes, 8 de marzo de 2011

ECONOMÍA DE LA DICHA IV





De la dicha venimos y hacia la dicha vamos, inmersos en un tránsito al que llamamos “duración”, “existencia”, “realidad” o “perfección”, términos que Spinoza define claramente en Ética II, proposiciones V y VI.

El pasaje de la esencia a la existencia es un hecho esencialmente dichoso. Es la composición de partes externas y preexistentes en idénticas relaciones características que las de la esencia que expresan, en un modo finito o individuo existente en acto.

La esencia pasa a la existencia, persevera en ella como su “función existencial”, “apetito”, “tendencia”, “conato” o “deseo” y abandona la existencia cuando deja de ser efectuada por las partes externas y existentes que la expresaban. Vuelve entonces al orden infinito y eterno de esencias racionales, al entendimiento infinito absoluto o conjunto infinito absoluto de ideas en Dios, pero no vuelve tal cual salió de Él para existir (“salir”), vuelve efectuada por una existencia en acto, vuelve con un quantum de dicha distinto de aquel con el que pasó a la existencia.

La esencia es individual en tanto expresa un quantum de dicha que le es propio, pero no es un individuo porque ella no implica existencia alguna, más allá de la de la Sustancia Infinita que la constituye necesariamente. La esencia expresa la existencia necesaria de la Sustancia.

La esencia individual tendría una doble determinación. La primera sería aquella que le corresponde como quantum de dicha particular, originaria en el orden de las esencias y que de modo innato pasa a la existencia. La segunda determinación es aquella con la que regresa a la esencia infinita que la constituye necesariamente y a la que pertenece, esta es una determinación existencial que resulta de un cálculo diferencial entre el quantum de dicha esencial y primero con el que pasó a la existencia y los avatares de la existencia misma. De este cálculo diferencial resulta la “derivada temporal” o la “tasa de cambio en el tiempo” que expresó esa esencia individual en el tránsito por la existencia, es decir, su historia existencial.

El “infinito mediato” es el lugar de la expresión de las esencias en la existencia, el “aspecto del universo todo” y el “entendimiento infinito en acto”, son los modos infinitos mediatos de los atributos de la Sustancia, es decir, la expresión existencial de sus esencias infinitas. En él las esencias se expresan tanto en sentido a la existencia como en sentido a las esencias de los Atributos de la Sustancia a los que expresan necesariamente. La vida y la muerte acontecen en el infinito mediato, en tanto lugar de los modos finitos.

El origen de nuestra existencia no está en nuestra esencia (Ética II, Axioma 1), está en causas externas a nosotros mismos y preexistentes que se componen para expresar alguna esencia, y el de éstas causas está en otras causas externas y preexistentes y así hasta el infinito. Nada existente escapa de esta progresión causal al infinito que nos conduce a un “caldo prebiótico” del que surgió todo lo vivo, y de éste a un infinito movimiento y reposo de cuerpos simples de los que surge toda la materia inorgánica. Llegamos entonces al corazón de una estrella, en donde por virtud de ese continuo movimiento y reposo, es decir, por virtud de la esencia de todo lo extenso, tres átomos de helio colisionan al unísono para expresar la esencia del carbono. Llegamos entonces al concepto de esencia; “aquello que puesto pone la cosa y que quitado, la quita” (Ética II, definición 2).

Finalizada la existencia, las esencias individuales, tú esencia, mí esencia o la del carbono, regresan al conjunto infinito de esencias racionales o entendimiento infinito absoluto del que nunca se apartaron realmente, a la esencia infinita de la Sustancia que las constituye necesariamente y a la que le pertenece existir (Ética I, proposición 7).

Hay quienes sostienen que después de la existencia nada queda, porque antes de ella nada hay. Sostener semejante cosa implica atribuir verdad a aquella acepción de la palabra “crear” que hemos descartado por absurda y que decía: “crear es hacer de la nada” (C. y P. Diccionario Crítico Etimológico de la Lengua Castellana e Hispánica). Absurda porque de la nada, nada es.

Hay “algo” anterior a la existencia de todo aquello que es y obra en la Naturaleza toda y ese “algo” es su esencia en un orden infinito de esencias racionales, un orden infinito de “perfecciones” o “realidades” abstractas, separadas de alguna existencia, un orden infinito de potencias que pertenecen a la potencia infinita de la Sustancia a la que le pertenece existir. Y hay también un orden infinito de las existencias, un orden común de la naturaleza, una progresión causal al infinito que es causa de todo lo que es y obra en la naturaleza toda, ambos órdenes funcionan en paralelismo absoluto.

Decir que “crear es hacer de la nada” implica negar la progresión causal al infinito, negar las causas mismas por las cuales las cosas, los seres y los hechos sean aquello que fueren en la Naturaleza Naturalizada, es negar la “infinita o perfectísima satisfacción inmutable que no puede dejar de hacer lo que hace”, o sea, es negar algún entendimiento infinito (Tratado Breve, Capítulo IX, “De la Naturaleza Naturada”, punto 3, página 94.).

Es negar el “entendimiento infinito en acto”, la “infinita mente” infinitamente compleja que configura el saber de toda la humanidad en todos los tiempos y es negar también su límite absoluto que es a la vez la frontera de su expansión, el entendimiento infinito absoluto, la Sustancia Infinita, Naturaleza Naturalizante, o sea, es negar toda idea de Dios o en Dios, es ateísmo puro, pura superstición y ausencia de toda racionalidad, pura imaginación.

Curiosamente, eso es lo que proponen y exponen la mayoría de las religiones occidentales, un Dios que “crea de la nada”, pura contingencia y capricho sobrenatural. Las metafísicas sobrenaturales son concebidas en contra de la Naturaleza misma, su sentido es la manipulación y tergiversación de la Naturaleza, su sometimiento y sujeción a intereses sobrenaturales, intereses que someten toda potencia natural al poder humano. Como tales metafísicas son construcciones humanas, el poder que de ellas emana es un patrimonio de la humanidad y el Dios todopoderoso que crea de la nada no es otra cosa que el hombre mismo, de ahí surge la naturaleza antropomórfica del dios occidental.



LA IDEA DE LA MUERTE EN SPINOZA



Si somos sinceros, debemos decir que al hombre sólo le “pre-ocupa” saber que se va a morir, pero como eso le preocupa pero no le ocupa, construye una gigantesca mitología sobrenatural para conjurar su propio saber, para no ocuparse más de él, con lo que sella y cristaliza su definitiva preocupación, una preocupación relegada (a la religión) que interferirá todas y cada una de sus ocupaciones.

Los conceptos de Spinoza sobre la muerte son vertidos aisladamente en los libros II, III, IV, y V de La Ética, desde la perspectiva “Del origen y la naturaleza de la mente (alma)”, “Del origen y la Naturaleza de los afectos”, “De la servidumbre humana” y “De la potencia del entendimiento”.

En Ética II, las primeras alusiones a la muerte se refieren a las ideas que es capaz de concebir la mente humana sobre la duración de su propio cuerpo. Allí nos dice en la proposición 30 que “De la duración de nuestro cuerpo no podemos tener sino un conocimiento muy inadecuado.” Se refiere a la mente humana como idea de las afecciones de un cuerpo existente en acto (Ética II, proposiciones 11 y 13).

La duración del cuerpo humano y la de cualquier otro cuerpo no depende de su esencia, porque su esencia no es causa de su existencia (Ética II, Axioma 1), ni dependen tampoco de la Naturaleza de Dios concebida en términos absolutos, es decir, de la expresión inmediata y directa de sus Atributos, si así fuera, dada la Sustancia se daría el cuerpo humano, lo que es absurdo. El cuerpo humano depende de la Naturaleza de Dios en tanto modificada, es decir, de sus modos existentes que son la causa de todo lo que existe en la Naturaleza Naturalizada, o sea, del “orden común de la naturaleza” y “de la constitución de las cosas” (Ética II, proposición 30).

No hay en Dios una idea adecuada sobre la duración de aquello que crea, ya que la duración de las criaturas depende del orden común de la naturaleza y de su constitución, es decir, de la Naturaleza Naturalizada y no de la Naturaleza Naturalizante.

Si así no fuera y si Dios tuviera una idea adecuada sobre la duración del cuerpo humano y de los otros cuerpos, éstos no podrían durar ni más ni menos que aquello que Su idea indica y todos sabemos que eso no es así.

La expectativa de vida o de duración de los seres humanos no cesa de variar en su indeterminación desde la existencia del primer ser humano y sus variaciones, en más o en menos, nunca dependieron directamente de Dios sino del “orden común de la Naturaleza Naturalizada”, es decir, del “aspecto del universo todo” que creó las condiciones para la aparición del hombre y del “entendimiento infinito en acto”, la “infinita mente” infinitamente compleja de toda la humanidad en todos los tiempos, que avanza sobre el conocimiento del orden común de la naturaleza toda y el conocimiento de la constitución de los cuerpos. Esto le permitió al hombre reparar los daños del cuerpo humano y de otros cuerpos y prolongar su duración, o dañarlos adrede y reducirla.

Toda referencia directa a Dios en relación a la muerte de sus criaturas carece de sentido o, mejor dicho, tiene el perverso sentido de ocultar nuestra propia ignorancia o nuestra directa responsabilidad sobre sus causas.

“Dios nos trae y Dios nos lleva” suele decir el vulgo, pero no es Dios precisamente quien fija las expectativas de vida en Haití, ni en Alemania, ellas dependen del orden común de la naturaleza humana, de aquello que los hombres hemos hecho con la naturaleza.

Así como Dios no elige lo que crea y hace con lo que hay aquello más perfecto, tampoco determina duración alguna. Las cosas, los seres y los hechos no duran, ni más ni menos, por “voluntad” de Dios, sino por el orden común de la naturaleza toda, que hoy en día significa, más que nunca, el orden común de la naturaleza humana.

Tal como no hay en Dios idea adecuada alguna sobre la duración de sus criaturas, no puede haber en ellas idea adecuada alguna sobre su propia duración. Si hay en los seres humanos ideas sumamente inadecuadas al respecto, porque a poco de comenzada la existencia humana, la muerte acontece en nuestro entorno.

En el devenir concreto de nuestra existencia, la muerte acontece ante nosotros y ese acontecer es causa externa de una afección corporal que en tanto tal, implica una idea en nuestra mente. Esa idea, por lo antes expuesto, es forzosamente inadecuada, o sea, confusa, no implica el conocimiento adecuado de la causa de aquello que nos afecta, en este caso, el acontecer de la muerte.

Esta idea inadecuada (idea afección) no acontece en la mente del infante o del niño sino hasta cierta edad. Durante buena parte de nuestra infancia y niñez, la muerte que acontezca en nuestro entorno nada significa, ni siquiera es concebida (recibida) como tal, no existe el concepto, ni el afecto, ni la afección. Algo parecido a una idea o al concepto de una causa externa de afección, sólo aparece en la mente humana cuando, previamente, ella ha establecido un afecto, una idea afección dichosa, es decir, una noción común en naturaleza entre la naturaleza de un cuerpo externo y la propia, o sea, alguna idea de semejante o de semejanza, todo concepto es, esencialmente, un afecto.

Con el acceso a las “nociones comunes” o ideas de relación (segundo género de la existencia), el mundo que nos rodea o la vida misma ingresa a nuestra mente y con ese ingreso aparecerá, más tarde o más temprano, alguna idea de la muerte. Esta idea aparece sólo frente a la muerte de un semejante por virtud de una noción común en naturaleza, por eso nos afecta y es sentida de algún modo como propia. Esto nos puede hacer pensar que a aquellos seres humanos que no han tenido en su infancia y su niñez suficientes afecciones dichosas como para establecer nociones comunes o alguna idea de semejante, no puede exigírseles idea, concepto o afecto alguno sobre la muerte, ni propia ni ajena.

Esta idea de la muerte es forzosamente inadecuada (por la proposición 30 de Ética II), una pura afección triste que disminuye nuestra potencia de existir y que nuestra mente aborrece padecer (Ética III, proposición 13, corolario.) y la obliga a apelar a la imaginación como único recurso existente para concebir una idea que aplaque la tristeza y la angustia de la pérdida amorosa, “La mente se esfuerza cuanto puede, por imaginar las cosas que aumentan o favorecen la potencia de obrar del cuerpo.” (Ética III, proposición 12).

Entonces el ser querido, aquel con el que se había establecido una noción común en naturaleza, es decir, una pasión amorosa, sea un familiar, un conocido o una mascota, ha ido a un “cielo paradisíaco” en donde “vive feliz con Dios”. Es absolutamente comprensible que esta idea imaginaria surja en la mente infantil o sea promovida en ella por nuestra cultura como recurso necesario para aplacar la angustia. Podríamos discutir en extenso si el recurso imaginativo que nuestra cultura promueve en la mente infantil es el más adecuado o si no habría otros que cumplan mejor su cometido. Pero aquello que no es en absoluto comprensible es que esa misma idea; inadecuada, imaginaria e infantil, persevere en la mente del adulto hasta el momento preciso de su propia muerte.

A partir de allí, la idea inadecuada es sostenida culturalmente como “idea de la inmortalidad del alma” y esa alma no es otra cosa que la propia mente con todas sus peculiaridades, que incluye, como no podría ser de otro modo, al propio cuerpo del que es idea, que se trasladaría al “paraíso” llevado por la misma mente. Esta confusión entre “mente” y “alma” tiene consecuencias nefastas y se hace patente en las traducciones de la Ética en donde la palabra “mens” (mente) es traducida como “ánima” (alma) (ver “El problema de la palabra “alma” en las traducciones de la Ética), como un recurso cultural de confusión. Es el poder de la cultura humana quien siembra confusión allí donde hay claridad y distinción. Si sólo se tratara de “cielos paradisíacos” no estaríamos tan lejos de la verdad, pero sucede que junto con el “paraíso”, acontece el “infierno” y de ambos dos devienen “la culpa” y “el castigo”, los conceptos más atroces concebidos por el poder humano.

Es tan poderoso el afecto de alegría que produce la idea imaginaria de la inmortalidad de la propia mente (alma) y con ella la del propio cuerpo, que nos aferramos a ella de manera permanente, de tal suerte que obstaculiza o impide toda otra idea al respecto. Un afecto de alegría no puede ser cambiado sino por otro afecto de alegría de mayor intensidad (Ética IV, proposición 7 y proposición 1, Escolio). Las ideas cuya causa suponemos es libre, es decir, las ideas imaginadas, tienen un afecto mayor que aquellas cuyas causas son necesarias (compelidas) o contingentes (voluntarias) (Ética V, proposición 5).

El problema de la idea imaginaria es que carece de otra idea que excluya aquello que imagina como presente (Ética II, proposición 17, Escolio), la mente que imagina es esclava de su imaginación, cosa que no le sucede a la idea razonable que, siempre que esté libre de prejuicios, permanece abierta a toda idea nueva que la excluya. Siempre hay en la mente razonable una idea última en forma de pregunta abierta a una nueva respuesta, nuestra mente es esencialmente esa última pregunta.

Esta idea infantil, inadecuada e imaginaria, nos entretiene en vida con la enorme fuerza de su afecto. Las ideas cuya causa se supone libre, es decir, cuya causa no es necesaria (compelida), ni contingente (voluntaria), o sea, las ideas imaginadas, tienen para la mente humana un afecto mucho mayor que las otras. Concebir (recibir) la idea de la muerte como necesaria implica comprender el “orden común de la naturaleza toda” y la “constitución de las cosas”, es decir, implica las nociones comunes más universales que son las más difíciles de formar y las menos útiles para nuestra concreta subsistencia, o sea, implica el pleno ejercicio del segundo género de la existencia, la plena capacidad de razón que, en general, le está vedado a la mayoría de las personas, no por una natural impotencia individual, sino, por una artificial imposición cultural. Nos resulta mucho más fácil, por el afecto de dicha que nos brinda nuestra propia imaginación y por la férrea promoción cultural, concebir la idea de la muerte como contingente, es decir, como el producto de una voluntad “divina” o “diabólica”.

La primera alusión directa a la muerte aparece en Ética IV, proposición 39, escolio, referida a la muerte del cuerpo. “Entiendo que la muerte del cuerpo sobreviene cuando sus partes quedan dispuestas de tal manera que alteran la relación de reposo y movimiento que hay en ellas.”, es decir, que el cuerpo muere cuando sus infinitas partes alteran las relaciones características de movimiento y reposo que le son propias, deviniendo en otra cosa, o sea, un cadáver. Se refiere exclusivamente a la expresión del atributo “extensión”.

Ahora bien, las infinitas partes externas que componen el cuerpo humano y gracias a las cuales se da su existencia, no hacen otra cosa en todo momento y en todo lugar que coincidir y expresar las relaciones características de su propia esencia individual, aquella que puesta lo puso y que quitada, lo quita. Dicho de otro modo, el cuerpo humano muere cuando las partes externas que lo componen en sus relaciones características de movimiento y reposo, mutan de tal manera que dejan de expresar su esencia individual, para pasar a expresar otra esencia en otra cosa.

La muerte del cuerpo, la muerte de la mente (como idea de ese cuerpo) y la idea de la muerte, son tres cosas diferentes aunque se refieran a un mismo hecho, tan diferentes como distintos e irreductibles son los Atributos de la Sustancia Infinita y ninguna de ellas implica la muerte del “alma” concebida aquí como esencia.



LA MUERTE DEL CUERPO



El cuerpo duele y muere generalmente con dolor, porque no está hecho para ser dañado, ni para sufrir, ni para morir. Es la expresión perseverante de la duración misma, a ella se aferra como lo único conocido y por conocer. Duramos porque tenemos un cuerpo y el cuerpo es de tal naturaleza que se repara permanentemente para seguir durando (Ética II, postulado 4).

Es el resultado de la composición dichosa e infinitamente compleja de partes externas, preexistentes y eternas (partes simples o corpora simplisíssima) en una “res” extensa y compleja que sólo tiende a perseverar en su ser, en su extensión y materialidad. El cuerpo es un autómata vital, hecho para vivir, durar y ser dichoso. La mente, sólo concebida aquí como idea de ese cuerpo existente en acto, padece su dolor y lo acompaña en su pertinaz obstinación, no concibe, es decir, no recibe otra idea que la de su duración indefinida. Sobre la duración del cuerpo humano caben en la mente todas las ideas inadecuadas (Ética II, proposición 30), muy especialmente las de su “inmortalidad”.

Todo cuerpo, por complejo que sea, está compuesto por conjuntos infinitos de partes simples y eternas (corpora simplissísima), que no pueden destruirse por virtud de su propia simplicidad. No pueden dejar de ser lo que son para ser algo más simple, son la simpleza absoluta. Cuando nos hacemos un análisis de sangre, por ejemplo un “ionograma”, estamos midiendo las concentraciones de determinados cuerpos simples; potasio, sodio, cloro, etc., en el tejido sanguíneo. Esa concentración generalmente acotada a valores muy estrictos e ínfimos, no expresa otra cosa que las relaciones características de movimiento y reposo de las partes que nos componen en aquello que es nuestro cuerpo. Cuando las partes simples y eternas que nos componen alteran sus relaciones características de movimiento y reposo más allá de lo tolerable, nuestro cuerpo complejo y extenso deja de ser lo que es para mudar a otra cosa. Pero en general no lo hará sin dolor, ya que el dolor no es otra cosa que la expresión de un daño corporal que el cuerpo mismo esgrime en un intento de reparación. El dolor es una afección corporal que apela a la mente como idea del cuerpo para que implemente algún mecanismo de reparación y protección y la forma más sutil y primera del dolor que advierte sobre un daño corporal es la tristeza misma, aquello que disminuye nuestra potencia de existir. Si desoímos el dolor o lo suprimimos sin oírlo, no duraremos vivos por mucho tiempo.

Desde otro punto de vista, la mente humana como idea de las afecciones de su propio cuerpo, no podría tener idea alguna de la desafección de ese cuerpo, ya que la ausencia de afección del cuerpo no se traduciría en una idea. Pero la mente además de ser las ideas del cuerpo existente en acto o actual, es también las ideas de esas ideas, que se acumulan en ella y la constituyen desde la primera idea afección que padece. Ellas la constituyen y configuran su propia duración en el tiempo, aquello que llamamos memoria y que atesora todos los modos del pensamiento desde que comenzamos a pensar, todas las ideas imaginadas, nuestra completa imaginación, todas las afecciones y afectos, amores, odios, y sus infinitas variantes, así como todos los razonamientos o ideas adecuadas a las que hayamos podido arribar. Esa es toda nuestra mente, infinitamente más compleja que aquella que se expresa en el estado de vigilia y de atención. Esta mente, en tanto memoria, consciente, pre consciente o inconsciente, es capaz de actualizar sus afecciones pretéritas y hacerlas presentes nuevamente. La mente es también imaginación y evocación, un cúmulo de ideas de ideas, una “rumia mental”, que está siempre presente configurando un “cuerpo mental”, inclusive y muy especialmente en el momento de los sueños, mientras el cuerpo físico se encuentra casi totalmente desafectado.

La desafección corporal que se produce en el momento de dormir, lejos de desafectar a la mente, implica la aparición de sus aspectos más profundos, de un cuerpo mental en todo su despliegue y magnitud. Los sueños son expresiones alucinatorias de deseos, es decir, de los aspectos más ligados a nuestra propia esencia, el conato, la tendencia o el apetito, o sea, la aparición de la potencia de existir que pugna por expresarse. Quizás por eso sean tan indispensables para nuestra concreta subsistencia. Podemos pensar que si la muerte es un proceso más o menos lento de desafección corporal, la mente está particularmente presente a medida que el cuerpo se desafecta.

Aquello que somos no es otra cosa que la relación característica de un conjunto infinito de partes simples y eternas que expresan las relaciones características de una esencia, somos modos de una Sustancia Infinita.

En el escolio de la proposición 39 de Ética IV, Spinoza también nos dice que nada le impide afirmar que el cuerpo muere solamente cuando deviene en cadáver, pues a veces sucede que el hombre experimenta tales cambios que difícilmente se diría de él que es el mismo. Cita el ejemplo de la “niñez”, que para un hombre de edad avanzada es de una naturaleza tan distinta a la suya que no podría persuadirse de haber sido niño alguna vez “si no conjeturase acerca de sí mismo por lo que observa en los otros”.

Aquí Spinoza coincide con Heráclito, “nunca nos bañamos en el mismo río, porque el río no es el mismo, pero fundamentalmente porque nosotros nunca somos los mismos.

Las diferencias corporales entre el niño y el adulto o el anciano, implican un cambio en las relaciones características de movimiento y reposo que los componen, de tal suerte que el cuerpo nunca es el mismo, sin prisa pero sin pausa, cambia sus relaciones características en un lento proceso al que llamamos, crecimiento, desarrollo, envejecimiento y que culmina con la muerte.

Estos cambios en las relaciones características de nuestro propio cuerpo que implican un crecimiento, desarrollo y envejecimiento, como no podría ser de otro modo, implican cambios en nuestra mente, como idea de ese cuerpo, según un paralelismo riguroso de los atributos “extensión” y “pensamiento” y ambos cambios no implican ni explican otra cosa que la efectuación de una esencia en la existencia. Por lo tanto, la esencia del infante, el niño, el adolescente, el adulto y el anciano, no son las mismas, algo en ellas ha cambiado por virtud de su afección existencial, a esto llamamos “determinación existencial de la esencia”. Como la oruga que se envuelve para emerger nuevamente, con nuevo cuerpo y con nueva mente, las criaturas nacemos y morimos muchas veces.

La esencia es esencialmente dicha y hay un quantum de dicha esencial que le es propio y que no puede ser disminuido sin que la esencia abandone la existencia, es decir, sin que aquello que nos puso, ahora nos quite. Con ese quantum mínimo de dicha la esencia se expresa en la existencia y aquello que con ella acontezca, ya no es un asunto esencial, sino existencial, dicho de otro modo, no es un asunto de Dios sino de los hombres.

La esencia pasa a la existencia para ser expresada, en tanto ella es esencialmente dicha su expresión es dichosa y su inexpresividad es esencialmente desdicha y tristeza.



LA MUERTE DE LA MENTE



“La mente no puede imaginar nada, ni acordarse de las cosas pretéritas, sino mientras dura el cuerpo.”(Ética V, proposición 21)

La mente como idea de las afecciones del cuerpo existente en acto, no experimenta idea alguna sino mientras dura el cuerpo, finalizada su existencia, la mente como idea de sus afecciones, finaliza con él, no puede imaginar nada, ni recordar cosas pretéritas, ni padecer nada.

Las ideas de las afecciones del propio cuerpo, es decir, las pasiones, cesan absolutamente, pero también cesan, una por una y paulatinamente, las ideas de esas ideas, la memoria, los afectos y todas las formas de pensar que no impliquen ellas mismas eternidad. Todo aquello que denominamos nuestra propia personalidad, nuestra propio “yo”, se desvanece más o menos lentamente. Si sólo hemos sido eso, nada queda de nosotros mismos.

Pero Spinoza nos dice que hay algo de la mente que persiste, que es eterno. En tanto en Dios hay una idea de nuestra esencia individual (Ética V, proposición 22), esa idea es en Él eterna y persevera indistinta en su esencia infinita a la que le pertenece existir. En tanto la mente humana alcanza la idea de su propia esencia, ella misma es eterna, ésta es la mente “sub specie aeternitatis”, idea de la esencia, es decir, del alma.

“La mente humana no puede destruirse absolutamente con el cuerpo, sino que de ella queda algo que es eterno.”(Ética V, proposición 23). Aquello de la mente humana que es eterno (sub specie aeternitatis) es la idea de su propia esencia (alma).

La mente humana alcanza la idea de su propia eternidad cuando alcanza la idea de su propia esencia, de su naturaleza esencial, esencialmente dichosa, eterna y común, que en nada difiere de las esencias de todo aquello que es y obra en la Naturaleza toda, ni de la esencia infinita de Dios, con la que comulga absolutamente y a la que pertenece.

La mente concibe, es decir, recibe la idea de su esencia (alma) y ella es un concepto que es un afecto de absoluta dicha. El concepto de la esencia (alma) implica la infinita satisfacción inmutable tal cual emana del entendimiento infinito de la Sustancia. Es la vivencia de la dicha tal cual es en Dios y tal cual es en toda esencia, como origen y como oriente.

La mente humana se concibe (recibe) a sí misma como afección corporal en el primer género del conocimiento o modo de la existencia en las pasiones y en él es absolutamente finita, desaparece junto a la pasión corporal. Por eso Spinoza afirma en Ética V, proposición 42, “el ignorante aparte de ser zarandeado de muchos modos por las causas exteriores y de no poseer jamás el verdadero contento de ánimo, vive, además, casi inconsciente de sí mismo, de Dios y de las cosas y tan pronto como deja de padecer, deja también de ser.”

La mente humana se concibe a sí misma como relación corporal en el segundo género del conocimiento o modo de la existencia en el razonamiento, por las nociones comunes en naturaleza, en el cual puede alcanzar cierto grado de eternidad, el del entendimiento infinito en acto, la “infinita mente” infinitamente compleja de la humanidad toda en todos los tiempos. Este es un cierto grado de eternidad, el que le corresponde al pensamiento humano todo.

La mente se concibe a sí misma como idea de su propia esencia (alma) en el tercer género del conocimiento o modo de la existencia en las esencias. A partir de allí puede concebir las esencias de todo lo que es y obra en la Naturaleza toda y la esencia misma de la Naturaleza Naturalizante, Sustancia Infinita o Dios. Todas estas ideas son en el modo eternidad y cuantas más conciba la mente humana de este modo, más grande es la parte de ella misma que es eterna. La idea de la esencia es la idea de la dicha esencial, esencialmente común y dichosa e implica la virtud de la sabiduría que no es otra cosa que la buena vida dichosa, “La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma. (Ética V, proposición 42).

No se trata ya de conocimientos adecuados y razonables que nos llevan a otros conocimientos adecuados y razonables y estos a otros, en una progresión al infinito que implica todos los conocimientos de la humanidad toda en todos los tiempos (entendimiento infinito en acto). Se trata aquí, en el tercer modo de la existencia, de un conocimiento absoluto, que implica tanto a la propia esencia, como a la esencia de todas las cosas y a la esencia misma de Dios, que convienen absolutamente entre sí.

Se trata de hacer consciente aquello que es innato y por ende ignorado. La dicha esencial del origen es entonces dicha esencial en acto que atraviesa la existencia como una infinita satisfacción inmutable o “beatitud”, que en nada teme a la muerte porque ella misma es eterna. “El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.” (Ética IV, proposición 67).

Cuando la mente concibe, es decir, recibe, una idea eterna, ella misma se hace eterna, en tanto la mente no es otra cosa que un cúmulo de ideas y las ideas que en ella son eternas, la hacen por esa sola virtud, eterna. La mente es pasión en el primer modo de la existencia, es razonamiento y afectos adecuados o dichosos en el segundo modo de la existencia y es infinita satisfacción inmutable o dicha infinita en el tercer modo de la existencia, sabiduría o beatitud.


(Próxima entrega: “El Proceso de Morir”)

miércoles, 2 de febrero de 2011

ECONOMÍA DE LA DICHA III




La Noción Común en Naturaleza

Las nociones comunes surgen de una concatenación de pasiones amorosas, afecciones pasivas alegres o alegrías de causa externa, que despiertan en las criaturas la idea de su propia naturaleza dichosa, el entendimiento de sí, apetito, conato o deseo, que los hace dichosos y que no puede más que coincidir con su propia naturaleza. Es esa coincidencia o comunión la noción común misma, idea de relación entre la naturaleza de un cuerpo externo y la propia naturaleza. Primera idea del “bien”, del “amor” y de la “dicha” de la composición, que como tal es esencialmente común y dichosa.
La dicha es el hilo conductor que mantiene unidas esencia y existencia, es la medida de su mutua expresión y perseverancia. Por su virtud conocemos la propia esencia dichosa, el conato, apetito o deseo y por su virtud, también, podemos conocer todas las esencias.
La desdicha o tristeza es la medida de la distancia o desunión entre esencia y existencia, la expresión de su mutua inexpresividad. Por ella desconocemos la propia esencia dichosa o naturaleza y tendemos a abandonar la propia existencia.
La pasión dichosa es el oriente porque la dicha es el origen. Todas las criaturas reinciden en el apetito, tendencia o deseo de dicha, por la expresión de esa naturaleza esencial surge la afección, que es siempre afección de la esencia, apetito de dicha, deseo, que nos mueve al encuentro dichoso o desdichado.
Ser feliz, ser dichoso, no es otra cosa que organizar los encuentros de tal manera que, en su mayoría, nos afecten de dicha y es experimentar el aumento de la propia potencia de existir o tendencia a perseverar en la existencia que no es otra cosa que la expresión de la propia esencia o naturaleza dichosa.
Toda la dicha que experimentemos en la existencia proviene de la expresión de nuestra propia esencia dichosa, no hay más dicha en la existencia que aquella que proviene de nuestra propia naturaleza. Aquello que llamamos “alegrías de causa externa” y que Spinoza llama “amor” (Ética III, definición de los afectos VI), es la expresión especular de la propia naturaleza por virtud de una naturaleza externa que conviene con la nuestra.
“Padecemos porque somos una parte de la Naturaleza que no puede concebirse por sí y sin las otras partes.” (Ética IV, proposición II). Las dichas que las causas externas nos proporcionan son indispensables para la expresión de la propia dicha o naturaleza esencial.
La raíz alcanza la dicha creciendo en profundidad y el follaje alcanza la dicha creciendo en altura. Aquello que hace crecer o no crecer a la naturaleza de la raíz, es una naturaleza externa con la que comulga llamada “humedad” y aquello que hace crecer o no crecer a la naturaleza del follaje, es una naturaleza exterior a la que llamamos “luz”. La dicha esencial del vegetal se expresa en la existencia por causas externas que son nociones comunes en naturaleza, por virtud de cuales aparece su propia naturaleza dichosa.
Tanto el movimiento y reposo de las partes simples y eternas que nos componen en nuestra complejidad extensa, materialidad o corporalidad, como el entendimiento de sí, de la naturaleza del propio cuerpo, determinan la figura, crecimiento o acción de aquello que llamamos “individuo”. Dos atributos distintos, extensión y entendimiento, expresan una misma dicha esencial.
La Naturaleza toda es un conjunto infinito de nociones comunes, un individuo infinitamente complejo, cuando desaparece alguno de sus aspectos se interrumpen todos aquellos otros que dependían de él para su expresión. Eso es lo que hoy en día llamamos “impacto ambiental”.
Siempre hay causas externas más potentes que pueden destruirnos (Ética IV, proposición III), un solo meteoro alteró la evolución de todas las especies en nuestro planeta y una sola “especie”, es decir, una sola “mirada”, alienada en sus propias afecciones, altera la Naturaleza toda.
Toda la dicha o alegría que podamos experimentar en la existencia está determinada por un quantum de dicha esencial, un máximo y un mínimo, que es innato y por el cual no habrá más dicha en la existencia que aquella que logremos expresar de nuestra propia esencia dichosa. La dicha de un gato está encerrada en los límites de su “felinidad”, de su esencia felina, expresada en un cuerpo felino y un entendimiento felino. La dicha de un ser humano está encerrada en los límites de su humanidad, su esencia humana. La existencia sólo se encarga de expresar o reprimir, de favorecer o entorpecer, esa dicha esencial y esa expresión sólo se logra por el efecto especular de las nociones comunes en naturaleza.
La ausencia de nociones comunes en naturaleza, de pasiones dichosas o afecciones alegres, que nos hagan experimentar la dicha de la propia naturaleza por virtud del encuentro con una naturaleza externa que conviene con la nuestra, es la causa del desconocimiento o la ignorancia de la propia naturaleza dichosa o esencia, del desentendimiento de sí que impide que el individuo o modo finito, exprese en la existencia su propia naturaleza dichosa. Es la causa de criaturas “bizarras”, que se comportan de manera que no expresa su propia naturaleza o esencia, criaturas que habiendo perdido el rumbo de la noción común por la ausencia de naturalezas externas que las reflejen, buscan a tientas y a ciegas el modo de perseverar en la existencia.
Las plantas sembradas en la oscuridad crecen en forma bizarra, sin ningún color, no logran encontrar una naturaleza externa que refleje y exprese la propia, hacen entonces lo que pueden, sin rumbo aparente por ausencia de alguna noción común en naturaleza y finalmente perecen o, si pueden, mutan en su propia naturaleza para alcanzar alguna noción común que las espeje.
La semilla y el espejo son las metáforas de la expresión (G. Deleuze, “Spinoza y el problema de la expresión”, “El expresionismo en filosofía”, página 320), la semilla tiende a expresar la dicha del árbol del que proviene, pero necesita del espejo que refleje y despierte su propia naturaleza dichosa, sin él, ella enmudece reprimida en vanos intentos.
El infante reclama con su llanto el alimento, el calor y la “mirada”, es decir, la “especie” que por reflejo lo haga humano. Si obtiene las primeras pero carece de mirada en la cual espejarse, su humanidad será bizarra.
La pasión dichosa es el oriente porque la dicha es el origen y la noción común en naturaleza es el rumbo de la expresión. Todo individuo crece, se desarrolla y expresa por nociones comunes, ideas de relación, por la comunión con naturalezas externas con las que conviene y se compone de tal suerte que la Naturaleza toda es una trama infinita de nociones comunes, un individuo infinitamente complejo del que nada puede extraerse sin alterar la trama.
Como la mente (“mens”) es una idea del cuerpo existente en acto (Ética II, proposición XIII), no conoce ni posee la idea de su propia naturaleza o dicha esencial, que es innata y por ende, ignorada. Ni el cuerpo ni la mente poseen alguna idea de su naturaleza o esencia dichosa, hasta que ésta es afectada en la existencia. La afección existencial no es otra cosa que expresión esencial, aumento o disminución de la potencia de existir en función de las afecciones de la propia existencia, es decir, alegrías o tristezas, dichas o desdichas.
La vida misma no es otra cosa que la expresión de una esencia en la existencia, toda la dicha o alegría que esa existencia exprese proviene de su naturaleza dichosa y toda la desdicha o tristeza que esa existencia exprese proviene de la inexpresividad o represión de su naturaleza.
Sólo conocemos nuestra esencia por las afecciones de nuestra existencia. Si las afecciones son desdichadas, la potencia de existir o esencia disminuye y se expresa cada vez menos, esa disminución de la potencia de existir es lo que conocemos como impotencia, es decir, desdicha o tristeza. La mente como idea del cuerpo existente en acto se configura en la impotencia y la sumisión, esa es la génesis del poder como antítesis de la potencia.

LA IDEA DE TODAS LAS IDEAS

El concepto de “noción común” que Spinoza expresa claramente a lo largo de La Ética, es propio de todo lo vivo y es por su virtud que la naturaleza individual se expresa en la Naturaleza toda, que el entendimiento de sí, se hace entendimiento de otros seres y de otras cosas de la Naturaleza y, exclusivamente en los seres humanos, se hace entendimiento del entendimiento y entendimiento de la extensión, es decir, de los atributos de Dios y de sus modos de expresión, fuera de lo cual no hay nada más que entender para un entendimiento finito o infinito en acto (Ética I, proposición XXX).
Los seres humanos son los únicos que conciben, es decir, reciben, la idea de Dios, son los únicos que pueden “mirar” la Naturaleza toda en su conjunto infinito y atribuirle “especies” de acuerdo a su “mirada”.
La idea de Dios es primordial en la obra de Spinoza no por un asunto religioso (nunca pretendió quedar bien con el poder religioso, ni el judío ni el católico), sino porque esa idea es especificadora, dotante de “especies”, es decir, de “miradas”. Es la idea que configura toda ideología, toda mirada del mundo y de la vida, toda especificación al respecto. Aún en el agnóstico y en el ateo, la idea de Dios es central en su sistema de pensamiento, como duda consciente en el primero o como negación pertinaz en el segundo, configura la trama de un sistema de ideas. La idea de Dios configura la matriz de una trama de pensamiento, afirmando, dudando o negando, un entendimiento en el que caben determinados modos de pensar y no otros.
La idea de Dios surge inevitablemente de la confrontación entre el “entendimiento finito en acto”, es decir, la mente de un ser humano particular, nutrida por el “entendimiento infinito en acto”, o sea, el entendimiento de la humanidad toda en todos los tiempos, con su límite absoluto, el “entendimiento infinito absoluto”, modo infinito inmediato de la Naturaleza Naturalizante, Sustancia Infinita o Dios (Epistolario, carta LXIVde Spinoza a Schuller).
No es una idea religiosa, aunque tome ese aspecto en la mayoría de las mentes humanas por insuficiencia de conocimientos que son reemplazados por la imaginación y las creencias, es una idea ontológica general, la más universal de las nociones comunes universales, una idea del “Ser” que nos interrogará para siempre, que oficia de interrogante universal y eterno.
Las religiones fallan, en general, porque en vez de concebir ideas adecuadas del mundo y de la vida, las imaginan de acuerdo a sus propias necesidades. Como la imaginación misma, las religiones no fallan por imaginar, fallan por carecer de ideas adecuadas que excluyan aquello que imaginan, por padecer su propia imaginación que las esclaviza a ideas inadecuadas, es decir, ideas que impiden o reprimen la expresión de la esencia en la existencia, o sea, ideas desdichadas o tristes.
El dios antropomórfico y todo poderoso, como monarca o creador trascendente y voluntarioso (contingente) de todo lo que es y obra en la naturaleza toda, sólo puede ser temido y obedecido, es decir, padecido, y el intelecto humano sólo puede concebirlo, o sea, recibirlo, por revelación o profecía. De éste dios dudan los agnósticos y a éste dios combaten los ateos inteligentes. El Dios infinitamente potente, como creador inmanente de toda potencia que es y obra en la Naturaleza toda, puede ser comprendido y amado intelectualmente, expresado desde la propia naturaleza dichosa, es decir, con alegría y júbilo.
La idea de Dios surge de ese límite o frontera, que no separa más allá de lo que une, entre el entendimiento infinito en acto y el entendimiento infinito absoluto. Como límite o frontera determina todo el sistema del pensamiento humano, todo aquello que llamamos “humanidad”. En esa línea virtual, que se expande o retrae según los lugares y los tiempos, están todas las ideas de Dios que el entendimiento humano pudo y supo concebir, incluyendo muy especialmente a las de Baruch de Spinoza. Esas ideas crearon mundos diferentes que el hombre habitó y habita desde sus inicios. El “aspecto del universo todo” muta en paralelo con el “entendimiento infinito en acto”, ambos modos infinitos mediatos de los atributos de Dios, cambian paralelamente.
Spinoza en su famosa carta LXIVa Schuller no da ejemplos del modo infinito mediato del atributo “pensamiento” y su sistema modal del pensamiento queda incompleto en relación a su sistema modal de la “extensión”. Esa abstención o ausencia de conceptos al respecto lo hacen blanco de críticas y objeto de infinitas intrigas e interpretaciones. Coincidimos con la de Vidal Peña (“El Materialismo en Spinoza” 1974, capítulo VI), en que ese ejemplo faltante correspondería al “entendimiento infinito en acto”, al pensamiento humano en su conjunto histórico y social, científico y humanístico, a esa “infinita-mente”, infinitamente compleja que configura el pensamiento de la humanidad toda en todos los tiempos.
Desde aquella tortuga gigante que soportaba al mundo, pasando por la idea de la tierra como centro del universo a la del sol como centro del sistema y a la de los actuales “agujeros negros” como centro de las galaxias, el “aspecto del universo todo” o modo infinito mediato del atributo extensión, cambia constantemente en paralelo con los cambios del “entendimiento infinito en acto” o pensamiento de la humanidad toda en todos los tiempos, modo infinito mediato del atributo pensamiento. Y ambos dos cambian constantemente en relación al avance o retroceso del entendimiento infinito en acto sobre el entendimiento infinito absoluto o idea de las ideas en Dios, Sustancia Infinita o Naturaleza Naturalizante.
El infinito mediato es la dimensión de lo histórico-social, de lo científico-humanístico, tanto en relación a las ideas sobre la materia universal como en relación a las ideas del pensamiento mismo.
No obstante, los tres infinitos que Spinoza describe de manera incompleta en su carta LXIV a Schuller, que Gilles Deleuze retoma en “Spinoza: Filosofía Práctica” (“Infinito”, pág. 100) y que Vidal Peña completa con el aporte de su interpretación, están unidos en un solo y único infinito en acto o actual. Están unidos por algo que de ellos emana y los atraviesa en ambas direcciones, el sentido mismo de todo sentido, aquello que es la esencia de toda esencia.



jueves, 13 de enero de 2011

ECONOMÍA DE LA DICHA (II)





Los seres vivos poseemos una tendencia a perseverar en la existencia, la vida misma puede ser definida como esa tendencia, aquello que Spinoza llama “potencia de existir”, “conatus”, “esencia” o “tendencia del ser a perseverar en la existencia”, que también podemos llamar más sencillamente “aliento vital”. Esa potencia de existir no es virtual, se manifiesta permanentemente en acto porque no hay potencia de existir sin ser existente.
Un ser vivo es aquel que puesto en el mundo (en la vida), tenderá a perseverar en él a través de actos o acciones provocados por deseos que procuran satisfacer el “apetito”, “conato” o la “potencia de existir” de ese ser vivo, es decir, que lo afirman y sostienen en su existencia en el mundo o en la vida.
El deseo es siempre deseo de “dicha” de afirmación y permanencia en la propia existencia. Todo aquello que nos afirma en la existencia en el mundo o en la vida, se manifiesta como dicha. Paralelamente, todo aquello que amenaza nuestra permanencia en el mundo o en la vida, se manifiesta como desdicha o tristeza. La dicha es el haber y la desdicha es el debe en este sistema económico.
Lo primero que experimenta un ser vivo en su esencia, conato, potencia de existir o aliento vital, como ustedes quieran llamarlo, es un estado de dicha, de plena satisfacción en la existencia, configurando este estado su primera afección corporal y su primera idea, es decir, su mente elemental. Puede ubicarse este estado de dicha en el período de gestación intrauterina o en los primeros lazos de la relación madre/hijo o aún en instancias más alejadas y sutiles. Ese estado de dicha primero y dado se configura como sitio primero y conocido que hará posible todo reconocimiento, todo regreso o toda llegada, como primera idea surgida de la afección corporal dichosa.
Ese estado primero de composición y dicha que permite que la esencia pase a la existencia, se configura como el estado primero de autoafirmación, primera noción de existencia, lo conocido que será aquello que tendemos a reconocer y a buscar. El reconocimiento se refiere siempre a la dicha, por haber sido la dicha lo primero conocido. Se configura así la dicha como motor del deseo en nuestro permanente intento de afirmación en la existencia. Reconocemos también a la desdicha o tristeza de manera indirecta o segunda, como todo estado que nos aleje de la dicha conocida.
El concepto de “dicha” va mucho más allá de lo que solemos comprender como el sentimiento de dicha. Se aplica en un sentido más amplio a los estados de conveniencia o de similitud de composición que hacen posibles a las cosas, a los seres y a los hechos.
¿Porqué no es la desdicha o tristeza nuestro primer conocimiento? La desdicha o tristeza no puede ser causa de sí porque no puede ser concepto primero. El concepto de desdicha o tristeza sólo existe como segundo en relación a un concepto anterior y conocido. Pero aún existe otro motivo por el cual la desdicha no puede ser causa primera, por ser desconveniencia entre dos cuerpos, si concibiéramos la existencia de un mundo movido por la desconveniencia que descompone los cuerpos entre sí en aras de otra cosa distinta de ellos, este universo imaginado tendría la característica de avanzar sobre su propia descomposición hacia elementos cada vez más simples, es decir, cada vez más eternos e inexistentes.
Spinoza distingue entre dichas pasivas o pasiones dichosas y dichas activas. La dicha que nos es dada, que es producto de una causa externa que no llegamos a conocer o de la que no tenemos una idea adecuada, es una dicha pasiva o pasión dichosa. La primera pasión dichosa es la vida misma, “concebida”, es decir, “recibida” de una causa externa.
Tener una idea inadecuada es tener una idea confusa, no conocer la razón o causa de aquello que me hace dichoso, de tal suerte que no puedo reproducirlo desde mí, no puedo provocarlo, ser su causa ni ir conscientemente a su encuentro. Soy esclavo del azar de los encuentros, a esto se llama esclavitud.
La dicha activa es aquella de la que tengo una idea adecuada de su razón o causa. La idea adecuada es la que me permite tener la posesión formal de mi potencia de obrar, puedo ir activamente a su encuentro, puedo provocarla, producirla desde mí. A esto se llama libertad.
La libertad es la consecuencia de la posesión formal de la potencia de obrar y comprender, que surge de la formación de una idea adecuada sobre la causa o razón de mis pasiones dichosas, que por ese solo hecho pasan a ser dichas activas (Ética V, proposición III).
¿Cómo pasamos de las pasiones dichosas a las dichas activas?, Spinoza propone como único camino el de las “nociones comunes”. Muchos autores señalan a la “noción común” como un concepto clave en la filosofía de Spinoza.
Nuestro único y primer conocimiento, innato por habernos sido dado, es el de la dicha, todo conocimiento posterior debe ser consecuencia de éste ya que todo aquello por conocer se asienta en lo anterior y conocido (Descartes). El segundo conocimiento deviene del primero y es el de la desdicha, tristeza o sufrimiento, surge en nosotros cuando lo primero y conocido disminuye o se interrumpe. Por eso podemos decir que la dicha, como la verdad, es causa de sí y de todas las desdichas. En la formación de la noción común intervienen estos dos elementales y primeros conocimientos, la dicha nos acerca hacia ella, la desdicha nos aleja.
Spinoza distingue dos tipos de nociones comunes, las más particulares, es decir, las menos generales, que son las más fáciles de formar y las más útiles para la concreta subsistencia, y las más generales o universales, que son las más difíciles de formar y las menos útiles para la concreta subsistencia.
Las nociones comunes surgen como ideas de similitud entre dos o más cuerpos, las más particulares se refieren a mi cuerpo en relación con algún otro cuerpo. Estas nociones comunes particulares se refieren a mí en relación a las cosas, los seres y los hechos que me producen dicha. Son las más fáciles de formar porque el conocimiento de la dicha está en mí, me ha sido dado y de ese conocimiento deviene cualquier reconocimiento. Son también las más útiles para la concreta subsistencia porque me indican el aumento de mi potencia de existir o tendencia a perseverar en la existencia, es decir, mi “realidad”, “perfección” o “duración” (Ética II proposición V y VI).
Todo ser vivo, por joven e inmaduro que sea, está capacitado para reconocer aquello que lo hace dichoso y reclamará su dicha si es disminuida, si no lo puede hacer no permanecerá vivo por mucho tiempo. Permanecer vivo es esencialmente sostener nuestra capacidad de perseverar en la existencia, nuestra potencia de existir, es decir, lograr mantenernos dichosos.
Las nociones comunes más generales o universales relacionan a dos o más cuerpos entre sí desde puntos de vista más generales. Nos hablan de las similitudes de composición más generales de los cuerpos, alejándose cada vez más del punto de vista particular de cada cuerpo, hasta llevarnos a tomar contacto con el punto de vista de la Naturaleza toda, bajo el cual todos los cuerpos muestran alguna similitud de composición (Ética II, proposición XXXVII y XXXVIII). Con las nociones comunes universales podemos llegar a comprender el grado de similitud existente entre cuerpos que no convienen entre sí, nos dan una idea de la desconveniencia misma, al mostrarnos en qué momento al pasar de los puntos de vista más generales a los más particulares, esos dos cuerpos dejan de convenir mutuamente (G. Deleuze, “Spinoza y el problema de la expresión”, Cap. XVII, página 266).
Dicha y tristeza se configuran como los polos que encierran la primera idea de sentido, como orientación o rumbo. Estas dos nociones se configuran como el motor esencial con el que se “diseña” un “destino”.

MENTE, ALMA Y ESPÍRITU.

Toda nuestra materialidad, toda nuestra corporalidad, todo aquello que podamos ser en un principio, tiene en ese principio el único sentido de ser afectado. La capacidad de ser afectados es lo que nos da la entidad de seres. Spinoza nos dice que la afección es siempre afección de la esencia, podemos decir que la esencia no es otra cosa que pura capacidad de afección, dicha innata capaz de ser afectada; eso y ninguna otra cosa es el “alma”. Aquello que en la Ética es traducido como “alma” es en realidad “la mente” (“mens”), o sea, la idea del cuerpo existente en acto y aquello que debería llamarse “alma” no es esa idea sino aquella otra que se refiere a la “esencia”, aquello que puesto, nos pone y que quitado, nos quita, nuestra dicha esencial o infinita satisfacción inmutable que emana de nuestro entendimiento finito en acto, esta idea aparece en la Ética a medida que nos aproximamos al libro V. Muchas veces entre la mente y el alma se extienden distancias insalvables.
La primera afección que nos da la entidad de seres en su capacidad de ser afectados es la dicha, que nos es dada por la vida misma como estatus conocido en el que nos afirmamos. De ella devendrá toda otra afección, nos construimos en la afección de nuestra esencia dichosa. La mente (mens) se configura como idea de la afección de un cuerpo existente en acto y mientras esa afección corporal no sea vinculada con su causa eficiente y primera, es decir, con la afección de nuestra propia esencia dichosa, permanece ignorante de su causa, es decir, pasible, sujeto de pasiones. Por eso la primera idea adecuada del tercer género del conocimiento de Spinoza, es la idea de la propia esencia, el entendimiento adecuado de sí mismo, del que emana la infinita satisfacción inmutable o dicha que nos impide dejar de ser lo que somos y de obrar lo que obramos. Mientras la mente persevere como idea de las afecciones del propio cuerpo sin acceder a la causa eficiente y primera de esas afecciones, es decir, sin acceder a la idea de la propia esencia dichosa, la mente padece y el alma permanece oculta por la ausencia de un espíritu. El alma nos es dada como esencia dichosa, el espíritu debe ser desplegado develándonos la idea de la propia esencia dichosa, de nuestra propia Naturaleza, momento de epifanía al que Spinoza llama “Beatitud” o “Sabiduría Intuitiva”. El espíritu surge cuando la mente alcanza la idea de su propia esencia y de la del cuerpo del que es idea.
Al nacer inmersos en el género del conocimiento de las afecciones (pasiones), la dicha que necesitamos para perseverar en la existencia nos debe ser dada, tiene siempre una causa externa a nosotros mismos y confusa, es decir, no podemos provocar esa dicha desde nosotros mismos, aunque la poseamos esencialmente, estamos sujetos al azar de su encuentro. Esto nos da una idea de la precariedad y al mismo tiempo de la fortaleza en los inicios de la existencia. Nuestra precariedad radica en que sólo somos pasibles, sujetos de pasiones y nuestra fortaleza radica en que buscaremos hasta el más absoluto agotamiento, las pasiones dichosas o dichas pasivas. La tan mentada “alma” no es otra cosa que ese empecinamiento y esa capacidad de dicha propia de todo ser vivo, es decir, de todo ser que logra el estatus de existente. El “espíritu” es la posesión plena de la capacidad de comprender y actuar la dicha esencial.
Crear es criar y eliminando su primera acepción, por incoherente y falsa, que dice: “crear es hacer de la nada” ya que de la nada, nada se hace, nos quedan las otras dos acepciones, a saber: “nutrir al niño o al animal” y “enseñar, educar”. Somos Naturaleza Naturalizante cuando nutrimos o alimentamos por comprender el “apetito” de las criaturas y poder saciarlo, ya sea con alimentos o con verdad. Comprender el apetito, la tendencia, el conato o deseo, es comprender la esencia dichosa, aquello por lo cual las cosas, los seres y los hechos, son y obran, y poder saciarlo es criar, o sea, crear.